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INOCENTE SOBERBIA

Hay que ser muy inteligente para comparar unas palabras de Sor Juana Inés de la Cruz con otras escritas casi trescientos años después por Trotsky en la conclusión de su autobiografía. Octavio Paz lo hizo: tendió un hilo sutil al calificarlos de inocente soberbia porque ambos, Trotsky y Sor Juana, se declararon mero instrumento más que personaje, el uno de la Historia y la otra de Dios.

Inteligencia y desde luego, conocimientos;  la relación de necesidad es obvia, porque la sabiduría redunda en la utilidad social –o cuanto menos pública- del talento. Ahora bien, una lógica tan de sentido común esconde una trampa en la que puede caer cualquiera y que resulta especialmente dañina para un escritor en formación: el exceso de datos más o menos complejos que suele confundirse con ingenio mediante el dominio de una sintaxis de corte ensayístico.

Es preciso entrenar el ojo para huir del engaño, para discernir cuándo leemos un artículo crítico que nos enriquece y cuándo se nos planta delante un alarde de erudición.

La intencionalidad es absoluta en estas páginas al referirme indistintamente a “escritor” o “lector”; porque la condición de escritor es suficiente para presumir la de lector. Me sirvo de esta alternancia porque busco esbozar dos cuestiones: el lector frente al conocimiento y el escritor como transmisor de ese conocimiento.

“Nadie nace sabiendo” dicen las abuelas; decididamente todos somos alguna vez inexpertos, no importa la edad a la que hemos podido aprender, no importa si el momento del aprendizaje hubo de aplazarse tanto, que perdimos lustros enteros por atender a la perentoriedad vital; el caso es que el día en el que somos principiantes la trampa de la vanidad ajena se advierte peor.

El síntoma infalible nos lo da ese instante en el que el articulista nos hace sentir pobres enanos mentales. ¡Cuidado! Esa impresión suele venir provocada por la pedantería. Si el crítico al que leemos es cabal, nos adentrará en su razonamiento y nuestro afán por comprender nos llevará a buscar más información; la sensación de curiosidad no se resiente, al contrario.

Traigo a propósito una cita a la que alguna vez dejé una marca –hay decenas- en un librito suculento editado por Alfaguara: Literatura y vida, de Augusto Monterroso:

Recordaré más adelante a Italo Calvino, el gran cuentista y novelista de nuestros días, en sus Seis propuestas para el próximo milenio, que en realidad se redujeron a cinco de su plan original, y que sin duda todos los lectores conocen.
Augusto Monterroso: Literatura y vida, Madrid, Alfaguara, 2004, p. 101

¿Hay maneras más delicadas y didácticas a la vez de citar una obra que el lector puede perfectamente no conocer? Diré más: el propio Italo Calvino es presentado y acotado por Monterroso, por si el lector ignora también su existencia. Eso es modestia, sin fingimiento; eso es interés auténtico por comunicar sin mirarse al ombligo.

A menudo sin embargo; parece que el mensaje está solo al alcance de cerebros cultísimos y el receptor, o finge por miedo al ridículo tener uno de esos cerebros, o es inmediatamente separado del público objetivo del emisor, que a la postre no hace más que deleitarse en su propio sabiondo ego mientras espera ser visto como el crítico hipostasiado. Con frecuencia puede hallarse afín a esta pose un tono iracundo, depositario de incomprensión y frustraciones que también –y tan bien- delata la vanidad del crítico.

Los ejemplos se encuentran con facilidad; abro una revista que compré en el kiosco de prensa esta mañana –revista, por cierto, considerada de gran calidad, pero que no está a salvo de las falacias presuntuosas de algún articulista- y ahí está, no tarda en aparecer; el párrafo, de tan jugoso, me tienta con una cita larga (los resaltes en negrita provienen del original):

Comienza a resultar insólito ver a alguien leyendo un libro en el transporte público, esperando una cita o en una cafetería. Hemos pasado de las escenas de mujer con libro del pintor estadounidense Edward Hopper a las composiciones pictóricas de muchacha con teléfono móvil o portátil del británico Nigel Van Wieck. El acto sagrado de leer se ha convertido en privilegio de unos pocos. ¡Atentos a este oráculo funesto! Me lo manda un viejo amigo recluido en su retiro casi monástico releyendo a Homero: “Nadie lee; los pocos que leen no comprenden nada y a los pocos que se enteran de algo todo se les olvida”. La dignidad que desprende la imagen leyendo del retratista y marchante de arte francés Joseph Aved, plasmada por Jean Baptiste Siméon Chardin en Le philosophe lisant y analizada por Georges Steiner en El lector infrecuente, es ya historia.

J.L.P. en Leer, Madrid, número 295, otoño/invierno 2019, p. 76

Al margen de lo que pueda opinar la crítica feminista sobre el contenido, al margen incluso de cierta necesidad de puntuación y de un exceso de gerundios de dudoso acierto, me pregunto: ¿para quién escribe –salvo para sí mismo- aquel que está convencido de que nadie lee y que los pocos que lo hacen no se enteran de nada? Tal avalancha de referencias, lejos de concitar interés, provoca rechazo.

Por momentos he llegado a creer que quien así escribe desprecia al lector y padece de una soberbia, esta vez,  nada inocente.

Se podría aducir la naturaleza dispar de los fragmentos citados, su distancia en el tiempo o en el objetivo que los anima, en un intento por justificar la claridad de uno frente a la imbricación del otro. No me lo parece. En primer lugar porque sobre ninguno de los dos ejemplos recae la posibilidad de que hayan sido escritos a toda prisa, en segundo lugar porque ambos se inscriben en un terreno de responsabilidad: la cita de Monterroso por el propio nombre de su autor, y la otra por el prestigio de la publicación que la avala.

Creo poder defender que a estos fragmentos los separa la arrogancia con la que es emitido el segundo mensaje, lo que en cierta forma además, propicia el amontonamiento  de nombres, títulos y ambientes, tantos, que la sintaxis se enreda y donde dice “la imagen leyendo del retratista y marchante de arte francés Fulano, plasmada por Mengano en X y analizada por Zutano en Y” se nos agolpan en la lectura una y otra y otra cosa que reconvertir para poder entender.

El lector, por norma, suele corregir a la par que lee, pero cada corrección automática lo obliga a  detenerse, como un tropiezo, para acto seguido continuar.  Esta es una idea central sobre la que este blog vuelve continuamente.

Sin dudas y sin purismos, “la imagen leyendo del retratista” debía ser “la imagen del retratista leyendo”; si la corrección tiene mayores pretensiones, el gerundio debería desaparecer. Nótese también, no ya la distancia entre dicho gerundio y el verbo de la oración principal, sino que aparece tres veces en el mismo párrafo.

Hecha esta parada, seguimos, pero aparece la siguiente dificultad: el retratista –cuyo nombre no se dirá hasta que no queden definidas todas sus facetas- es además marchante de arte francés. ¿Es francés el retratista o es francés el arte con que comercia? Esta nueva interrupción se la debemos a una construcción ambigua; la confusión aún está en el aire cuando accedemos al nombre del autor del retrato, otro pintor –que no el retratista- cuya nacionalidad no se menciona.

El articulista, conferenciante, escritor, ha de ser especialmente consciente del contexto en el que se inserta su mensaje si –como decía antes- su intención es comunicar y no escucharse a sí mismo. Dicho de modo taxativo, el escritor está obligado a colaborar.

La prueba de que eso es posible, aun en contextos que pueden invocar potestad para lo críptico, la traigo de la mano del siguiente fragmento, extraído de una ponencia expuesta en un congreso de Literatura Comparada:

Vivimos pues, como los hortelanos, las lavanderas, los amantes, los revolucionarios, los pescadores, los comerciantes, los artistas de los cuadros de Hubert Robert, entre un pasado –allá, al fondo- más o menos glorioso, que el tiempo o los hombres –sus agentes- corroen, y una cotidianidad –aquí, al frente- inaplazable, que reclama ser vivida. Hubert Robert (París 1733-1808) pintó tantas ruinas, ruinas de un pasado remoto (Le Pont du Gard), ruinas en proceso –la demolición de La Bastilla-, ruinas imaginarias (La Grande Galerie du Louvre en ruines), que es conocido como “el pintor de las ruinas”.

Luisa Campuzano: Las muchachas de La Habana no tienen temor de Dios…, La Habana, 2004, pp. 46.

La pluralidad de registros de contenido es inmensa en ese párrafo, deliciosamente inabarcable. La capacidad para establecer analogías es la base de un texto rico en matices como este; tal capacidad es imposible sin conocimientos previos.

Debo hacer una salvedad: el fondo y la variedad  del conocimiento no se pone en duda en ninguno de los tres fragmentos citados, queda desde luego probada en los tres autores.

Pero aún la más atrevida de las analogías, precisará de algo más que conocimiento para ser percibida con agrado.

Hay quienes hablan de magia como complemento de la técnica en la escritura; pues bien, también esa magia puede ser descodificada. Cierto es que adopta innumerables formas, lo que no impide que puedan ser analizadas y descritas. Luego conviven unas formas con otras, el escritor las regula, decide el grado de pertinencia e intensidad para ofrecernos resultados a los que llamamos genialidades: ellos son en realidad, pinceladas bien orquestadas de formas de magia.

Una de esas formas descansa en el respeto por el lector.

Quien desee crecer como escritor, hará bien en imaginar –cualquiera sea su lector ideal u objetivo- un punto de afecto por la persona que reciba el texto.

Conocido es el verso de Antonio Machado “Y al cabo nada os debo; debéisme cuanto he escrito”. El verso pertenece al poema ‘Retrato’, incluido en el libro Campos de Castilla, que vio la luz en 1912 y suele ser conocido con un pequeño cambio (“me debéis cuanto escribo”) en la versión cantada de Joan Manuel Serrat. Al igual que muchos, prefiero pensar que el lector nada debe al escritor, sino a la inversa. Afortunadamente, el poema ‘Retrato’ tiene 35 versos más, que “brotan de manantial sereno”.

Conclusión: la irreverencia por el lector redunda en el rechazo del texto.

Existen no obstante otros vicios, a mi modo de ver relacionados también con un exceso de vanidad, como el conocimiento supuesto o el abuso de frases en otras lenguas; de ellos doy cuenta en sendas entradas.

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