Por qué cuesta publicar en editoriales

TRES CAUSAS POR LAS QUE CUESTA PUBLICAR EN EDITORIALES CONVENCIONALES

Razones por las que se desee escribir hay miles; pero solo hay unos pocos motivos por los que se quiere ser escritor y todos son legítimos: la creación literaria y la independencia del escritor no parecen estar al servicio de exigencia externa alguna, pueden en principio definirse en sí mismas y afirmar autonomía. Frente a ello sin embargo, se alzan los muros editoriales y por detrás de estos, los códigos de recepción.

Vayamos despacio; razonemos semejante enunciado paso a paso, porque si algo constituye causa común entre los escritores es la necesidad de publicar, habida cuenta de lo difícil que resulta acceder a las editoriales de prestigio.

No es difícil establecer un sistema de valores en el que la vocación se encuentre a un lado y la ambición en el extremo opuesto. No es complicado realmente hacer parecer ambas –vocación y ambición- contrarias, excluyentes. En un sistema tal, la vocación será motivo de elogio y lauro mientras la ambición vendrá marcada por cierto descrédito o desaprobación. En cualquier caso nos encontramos frente a distinciones éticas con las que calificar personas, no hechos. Con la misma destreza puede intervenir el cerebro un neurocirujano que estudiara medicina por vocación, que otro que se hubiese hecho médico por los honorarios que se les suponen a los especialistas. De igual modo, la calidad de una obra escrita en nada depende de las motivaciones personales del escritor, de ahí que cualquiera de esas motivaciones sea legítima; pero para acceder a la posibilidad de que la calidad sea tomada en cuenta es imprescindible, en primerísimo lugar, la publicación de la obra por cauces tradicionales: en el mismo barco navega el escritor que de su penuria hace bandera, que aquel que aspire a ser visto en un entorno de lujo ilustrado.

El primer paso para solucionar un problema es entenderlo. Esa comprensión nos hará calibrar la magnitud de la dificultad y nuestras fuerzas o medios para saber si estamos o no ante una meta posible: si es idea o ideal.

He aquí un argumento de peso que nos invita a pensar en el camino convencional por el que un texto literario llega a un alto número de lectores y establecer en consecuencia los hitos básicos de ese recorrido.

EscritorEditorialDistribuidorLibreríaLector

Los tres elementos centrales están sujetos a presión productiva. Los otros dos, no.

El esquema puede sufrir pequeñas variaciones, puede integrar entre el editor y la editorial la figura de una agencia o el mérito de un concurso; en ocasiones puntuales se puede prescindir durante ciertos eventos de la mediación de una empresa distribuidora; también se han abierto canales de venta que prescinden de la librería, pero en este caso solo estamos cambiando la naturaleza física de un local por el acceso a catálogos virtuales.

Es desde la presión productiva (y sujeto a la historia de formación del gusto -que le hará alcanzar la atención del lector-) que el escritor busca insertarse en una cadena cuyas leyes le son ajenas y sobre las que no tiene posibilidad de intervención alguna. ¿Contradictorio, sí?

1.- La primera explicación de tal paradoja es el carácter casual de la literatura.

La producción editorial y la distribución son industrias; la literatura no. Mientras la producción editorial y la distribución se rigen por una secuencia de normas industriales –en román paladino: objetivos económicos-, el texto literario responde a categorías rítmicas.

Novela, testimonio, biografía, diario, relato: todo texto narrativo debe contar, como el tambor en el Bolero de Ravel, con un eco interior que envuelva el conjunto. La literatura, como arte, es siempre casual, manufactura tanto en sentido amplio como en sentido estricto.

Desde que hay memoria, o sea, desde que hay escritura, asistimos a la controversia entre inspiración y oficio; pero nunca se ha puesto en duda la naturaleza individual de la creación literaria, bien sea interpretada como iluminación, bien como acto técnico. La literatura tiene el don de la imprevisibilidad, del efecto artesanal entre analogía y ruptura que solo las artes se pueden permitir.

2.- Las editoriales someten las obras a un proceso de selección que es esclavo del sistema de expectativas.

Para  calar el verdadero alcance de lo que representa para un escritor esa tiranía que es del todo ajena a su trabajo,  podemos por un momento ver el fenómeno del revés, desde el lector: el lector acepta o rechaza una obra –la lee o no la lee- porque acepta o rechaza la relación que la obra establece con su presente y con su horizonte de conocimientos[i]. Ese recorrido a la inversa viene de lejos, viene de siempre, para el escritor forma parte del juego que propone cuando escribe; para la editorial significa sondeo de mercado y la clasificación de los lectores en público objetivo.

El sondeo y la clasificación no son actividades ingenuas y aisladas, sino que se insertan en un refinamiento mayor toda vez que existen otras instancias, aún más alejadas de los intereses culturales, cuya labor consiste en explorar, no el gusto ni las expectativas, sino el sistema de expectativas y los resortes del gusto con herramientas analíticas que ofrecen a la postre mecanismos para condicionar ese gusto.

Ya habrá ocasión de hablar de algunas bondades editoriales; en lo que ahora nos ocupa, cualquier bondad se llama “cumplimiento de objetivos económicos”. No se nos debe escapar que en ese camino que hemos dibujado antes con cinco hitos, las tres figuras centrales son entes jurídicos, no personas; en ese camino las personas estamos ubicadas en los extremos.

3.- La secuencia del proceso creativo como germen de productos posteriores.

Hace dos mil quinientos años Eurípides reunía dudosas versiones secundarias de los relatos de dioses y héroes y concebía piezas teatrales. Un contemporáneo suyo –si bien más joven- llenaba teatros y componía comedias en las que con frecuencia parodiaba a Eurípides o directamente se burlaba de él. Lo que con toda seguridad nunca ocurrió fue que Eurípides ideara una tragedia para que más tarde Aristófanes le pagara los derechos y montara un tinglado cómico, o mucho menos que Aristófanes encargara a Eurípides la precuela dramática de una de sus comedias.

El largo diálogo entre las artes ha encontrado un nuevo y jugoso recorrido fuera de ellas. Este giro en los acontecimientos parece que privilegia a la narrativa por encima de otros géneros literarios, pero lo cierto es que también desplaza ciertos subgéneros narrativos en favor de otros. Se entronizan mejor los trabajos de equipo “novela por encargo- serie de Netflix”  porque atienden  a una secuencia lucrativa de gran envergadura con resultados probados y continuos. Las editoriales lo saben.

Llegados a este punto, no tiene mucho sentido emprender una batalla contra el modelo de negocio de las distribuidoras tradicionales que nunca –ni antes ni ahora- han estado interesadas en la literatura aunque llegaran a ser un eslabón sustancial en su difusión, porque en definitiva distribuyen libros como distribuyen estampitas de la liga o figuras de Lego.

La dificultad de acceder a editoriales de prestigio no es reciente: hace cuarenta años no era más fácil que ahora y los escritores se enfrentaban a obstáculos similares que pueden definirse casi de forma idéntica en lo fundamental. Ameno y esclarecedor en este sentido resulta el documental La cláusula Balcells, producido en 2016 y dirigido por Pau Subirós. De allí transcribo – minuto 2:05- una frase de quien fuera la creadora del modelo de agencias literarias tal como lo conocemos hoy, Carmen Balcells (Lérida 1930- Barcelona 2015). Se trata de un mensaje dejado en cinta magnetofónica a un escritor sin identificar, o que al menos el documental no identifica:

Yo creo que nosotros como agencia no podemos de ninguna manera no representarte si hay oportunidad de hacerlo. Hemos leído la totalidad de tu obra y la conclusión es la siguiente: eres un escritor notabilísimo y no representarte sería verdaderamente un suicidio de cara a los próximos diez años. Has elegido un proyecto extremadamente personal y –sin ninguna duda- de altísimo valor literario. No siempre esta categoría va acompañada de muchas ventas; pero eso no quiere decir que en los próximos cinco años no escribas una o dos novelas destinadas a alcanzar esa mayoría.

En definitiva, el carácter casual de la literatura tropieza con los criterios de selección editoriales, pues a estas a su vez las obligan imposiciones económicas y exigencias de mercado. Por esa misma razón las editoriales al uso son filtros permeables: no es el ojo de una aguja, sino muchas agujas por las que existe la posibilidad de insertar una obra, aunque ello implique cierta promesa o ilusión de rentabilidad.

La creación literaria no es una materia prima, salvo si se quiere ver así en producciones posteriores de series y sagas -terreno áspero de alianzas y desencuentros-; la creación literaria es la viga maestra de la estructura editorial.

No perdamos de vista que la literatura es consustancial a la humanidad, que el libro –en sus muy distintas formas- se “publica” desde hace cerca de tres mil años; nos lo dice también Irene Vallejo en El infinito en un junco (Siruela, 2019) donde fabula  la temeraria manera en la que un grupo de jinetes, como forajidos, recorría de extremo a extremo las tierras conocidas a la caza de preciados tesoros encargados desde Egipto: libros, todos los libros para Alejandría.

[i] Esta idea me viene sugerida tras la revisión de unas notas que tomé de  “La intertextualidad moderna y postmoderna” de Pavao Pavlicic en la revista Criterios nº 30 La Habana 1991.

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